miércoles, 23 de julio de 2014

CASO CHANDIA



-   Como le voy a estar mintiendo mi'jita, los curaos y los niños siempre dicen la verdad... y acaso se me ve que ando muy bien.

 - No después le pago, que le dé un par de tragos, que le preste la pieza del fondo pa' irse pa' llá con la Martita. ¡Y ahora me vienen con este cuento! Ud. piensa que una es lesa pa' andarle creyendo toitas sus mentiras.

-    No se enoje conmigo Elcirita, no ve que esta vez es verdad. Mire lo que tengo aquí, este pedazo de papel es el que garantiza mi futuro... y si usted quiere, el suyo también, ande no sea mala deme dos tragos, ya va a ver como todo esto, lo vamos a arreglar y ahí sí que le va a cambiar la cara.

    Él se dio la vuelta, tomó los dos tragos que estaban sobre el mesón y se dirigió a la esquina de costumbre, en la que había estado ya por años en que visitaba aquel cabaret, noche tras noche. Las mujeres habían cambiado, algunas estaban más viejas, otras eran nuevas. Habían dos que eran tan niñas como la Rosa, la hija de su vecino, se iba diciendo así mismo, mientras caminaba, la miraba. Ella estaba asustada, casi tanto como él, pero la cosa era distinta; Enrique sabía sus miedos, el miedo que él sentía era diferente al de esa niña que estaba sentada frente a él. ¿Qué edad tendría? No debe haber tenido más de catorce y estaba ahí, en medio de todo este barullo, entre todos esos hombres borrachos, entre todas estas mujeres semidesnudas, ella también estaba como ellas, casi mostrando sus pequeños pechos, pechos de niña asustada, de niña que en un arranque de ira escapó de su casa, quizás hace ya unas cuantas noches. Enrique caminó desde su hogar a un pueblo pequeño, con calles pequeñas; eso estaba bien para hombres como él, hombres solitarios que habían dejado todo de lado y habían decidido venir a probar suerte al sur. Había sido ya tantos años, nunca pensó que Mulchén sería el lugar donde se radicaría, había sido tanta la energía, tanto el desenfreno, cuando supo de la historia de aquel tesoro enterrado en el campo de los "Molina", que se quedó aquí en esta tierra. -¡Esta es la tierra prometida! - se dijo aquel día y desde aquel entonces no ha parado de buscar el tesoro enterrado, ni un solo día, todos, una tras otra se le van las noches, uno tras otro se le van los días.

-    ¿Quieres tomarte un trago conmigo? - dijo la niña, la que estaba frente a él, la de catorce años a la que había mirado con insistencia, justo antes de sumergirse en feos recuerdos del pasado... ese que nunca más quiere recordar, tanta desilusión, tanta búsqueda, tantas noches en este tugurio, tantas caminatas a través de la calle Villagra, tantas salidas del portal que llevaba el número 600 como marca.

-    ¿Quieres tomarte un trago conmigo? Repetía la niña insistentemente, con su texto aprendido de memoria. Él la contempló, al mismo tiempo miró el bar, el escenario, la escalera que daba a las piezas; ahí estaba Elcira apoyada en la baranda, alguien estaba detrás de ella. Miró nuevamente a la niña, que estaba parada frente a su mesa, metió su mano en el bolsillo, sacó cuatro pesos y se los pasó a la niña, ella rió, comprendió el gesto, él se paró y se encaminó hacia la puerta, pensaba en esta noche, su última noche, la última noche de Enrique Chandía, -¡mañana será otro! - se decía - El jueves, todos verán que lo que yo les decía era cierto. La puerta se ondulaba mientras se encaminaba por la calle que ya se encontraba totalmente deshabitada.
II      
    El enterró la pala justo en medio de la cruz. Ya estaba anocheciendo, había trabajado todo el día y estaba bastante cansado, se sentó debajo del roble; el ocaso estaba en su esplendor, lo contemplaba casi melancólico, cuántos años de búsqueda, cuántos años viviendo en este pueblo, cuántos amigos, cuántas farras, cuántas botellas de aguardiente, cuántas mañanas sin acordarse de nada, solo del portal desde donde había salido.
     Esa mañana había salido temprano, no le importó el trasnoche, había golpeado la puerta de don Diego Rodríguez cuando todavía no eran las seis de la mañana. El mismo Diego Rodríguez le abrió la puerta, lo estaba esperando; la señora María traía rápidamente las tazas del desayuno, mientras ellos se sentaban en la mesa, el niño José también estaba ahí en el borde de la mesa.

-    Usted sabe a lo que vengo, don Diego -. Le decía el recién llegado al dueño de casa, mientras chupaba un poco del mate que la señora María le había pasado. - ¡Ya está todo listo! - le dijo.

-   José, tenís que acompañar a don Enrique, con él vai a ir pa'l campo.
    Se despidieron de manos en la puerta y las dos siluetas se marcharon hacia el sur, las calles estaban todavía desiertas, solo algunos trabajadores se veían saliendo de los portales de sus casas.

    Eso fue bien temprano, el niño también estaba cansado a esa hora, como no lo iba a estar, si habían caminado casi 10 kilómetros para llegar aquí, bajo el Boldo, a pocos metros de las piedras "meonas", quien iba a pensar que el entierro iba a estar aquí, tantos años buscándolo, y estaba aquí... al lado de unas piedras por las que había pasado tantas veces, si no le hubiesen pasado ese papel, si no se lo hubiera robado en aquel viaje a Santiago en la casa de Humberto Molina, el nieto de don Emilio. En un descuido, en uno de esos asares del destino se encontró con el mapa en uno de esos libros viejos que había en la biblioteca de la casa, la misma que había construido don Emilio a principios de siglo, en la calle Vicuña MacKenna.

    Ahora estaban aquí, a punto de descubrir el tesoro, ese que debería ser de Humberto, el amigo de infancia, el cual lo trajo hasta Mulchén, casando tesoros perdidos y ahora él lo iba a traicionar, definitivamente lo iba a traicionar, le iba a robar el tesoro familiar, ese que había escondido su abuelo. Pero él se lo merecía se decía una y otra vez.
-    Yo me lo merezco, he estado buscando tantos años, tantos años he gastado mi vida pedazo a pedazo por este tesoro. Por este entierro, por un puñado de monedas, por más que un puñado, por cientos de miles de pequeñas monedas de oro, esas que vienen grabadas con el nombre, "Ante la ley", de esas que fueron hechas antes de que existiera la casa de la moneda.

    José lo contemplaba desde la distancia, tendido sobre su pequeña manta, de pequeño niño llevado de paseo a las orillas de unas piedras, de las cuales sólo sabía por las historias que le contaba la señora María. José miraba con sus ojos negros brillados, con su pelo castaño que ondeaba el viento, con su mente pura, libre de codicias, con su corazón latiendo que no esperaba ver lo que vería esa noche.
 III
-    Como le voy a estar mintiendo, si se lo llevaron, le digo que se lo llevaron, se lo digo, papá. Se lo llevaron. Estábamos ahí, en medio del campo cuando aparecieron y se lo llevaron.

    Había trabajado todo el día, estaba oscureciendo, yo estaba sentado sobre mi manta, entonces le pregunté:

-    ¿A qué hora vamos a volver? - Él me miró con rabia, pero se calmó y me dijo:
-    ¡En un rato más! - Se paró para seguir trabajando, tomó su pala y se puso a cavar de nuevo, cavó como por diez minutos más y ahí gritó:
-    ¡Lo encontré! ¡Lo encontré! - había tocado algo duro. ¡Es el cántaro! - me dijo, me llamó y fui a ver lo que había encontrado, pero cuando me paré, en el mismo instante, una nube de moscas salió desde dentro del agujero, que don Enrique había cavado, retrocedí unos cuantos metros, y él se quedó allí, inmóvil, en medio de esa nube de moscas, cuando hubieron desaparecido, él volvió su cabeza hacia mí y me dijo:

-    ! Aquí anduvieron brujos mapuches!
    Agachó la cabeza y siguió cavando, yo le decía que nos viniéramos, que yo tenía miedo, que nos podía pasar algo, y él seguía con su pala. Allí fue donde aparecieron las culebras, eran más de cien, salieron de dentro de ese hoyo que él mismo había hecho.

-    Créanme, les digo la verdad, a él se lo llevaron... a él se lo llevaron - les decía mientras era conducido por la señora María a su habitación.

Leyenda por Fernanda Torres Godoy 

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