- Como
le voy a estar mintiendo mi'jita, los curaos y los niños siempre dicen la
verdad... y acaso se me ve que ando muy bien.
- No
después le pago, que le dé un par de tragos, que le preste la pieza del fondo
pa' irse pa' llá con la Martita. ¡Y ahora me vienen con este cuento! Ud. piensa
que una es lesa pa' andarle creyendo toitas sus mentiras.
- No se enoje conmigo
Elcirita, no ve que esta vez es verdad. Mire lo que tengo aquí, este pedazo de
papel es el que garantiza mi futuro... y si usted quiere, el suyo también, ande
no sea mala deme dos tragos, ya va a ver como todo esto, lo vamos a arreglar y
ahí sí que le va a cambiar la cara.
Él se dio la vuelta,
tomó los dos tragos que estaban sobre el mesón y se dirigió a la esquina de
costumbre, en la que había estado ya por años en que visitaba aquel cabaret,
noche tras noche. Las mujeres habían cambiado, algunas estaban más viejas,
otras eran nuevas. Habían dos que eran tan niñas como la Rosa, la hija de su
vecino, se iba diciendo así mismo, mientras caminaba, la miraba. Ella estaba
asustada, casi tanto como él, pero la cosa era distinta; Enrique sabía sus
miedos, el miedo que él sentía era diferente al de esa niña que estaba sentada
frente a él. ¿Qué edad tendría? No debe haber tenido más de catorce y estaba
ahí, en medio de todo este barullo, entre todos esos hombres borrachos, entre
todas estas mujeres semidesnudas, ella también estaba como ellas, casi
mostrando sus pequeños pechos, pechos de niña asustada, de niña que en un
arranque de ira escapó de su casa, quizás hace ya unas cuantas noches. Enrique
caminó desde su hogar a un pueblo pequeño, con calles pequeñas; eso estaba bien
para hombres como él, hombres solitarios que habían dejado todo de lado y
habían decidido venir a probar suerte al sur. Había sido ya tantos años, nunca
pensó que Mulchén sería el lugar donde se radicaría, había sido tanta la
energía, tanto el desenfreno, cuando supo de la historia de aquel tesoro
enterrado en el campo de los "Molina", que se quedó aquí en esta
tierra. -¡Esta es la tierra prometida! - se dijo aquel día y desde aquel
entonces no ha parado de buscar el tesoro enterrado, ni un solo día, todos, una
tras otra se le van las noches, uno tras otro se le van los días.
- ¿Quieres tomarte un
trago conmigo? - dijo la niña, la que estaba frente a él, la de catorce años a
la que había mirado con insistencia, justo antes de sumergirse en feos
recuerdos del pasado... ese que nunca más quiere recordar, tanta desilusión,
tanta búsqueda, tantas noches en este tugurio, tantas caminatas a través de la
calle Villagra, tantas salidas del portal que llevaba el número 600 como marca.
- ¿Quieres tomarte un
trago conmigo? Repetía la niña insistentemente, con su texto aprendido de
memoria. Él la contempló, al mismo tiempo miró el bar, el escenario, la
escalera que daba a las piezas; ahí estaba Elcira apoyada en la baranda,
alguien estaba detrás de ella. Miró nuevamente a la niña, que estaba parada
frente a su mesa, metió su mano en el bolsillo, sacó cuatro pesos y se los pasó
a la niña, ella rió, comprendió el gesto, él se paró y se encaminó hacia la
puerta, pensaba en esta noche, su última noche, la última noche de Enrique
Chandía, -¡mañana será otro! - se decía - El jueves, todos verán que lo que yo
les decía era cierto. La puerta se ondulaba mientras se encaminaba por la calle
que ya se encontraba totalmente deshabitada.
II
El enterró la pala justo
en medio de la cruz. Ya estaba anocheciendo, había trabajado todo el día y
estaba bastante cansado, se sentó debajo del roble; el ocaso estaba en su
esplendor, lo contemplaba casi melancólico, cuántos años de búsqueda, cuántos
años viviendo en este pueblo, cuántos amigos, cuántas farras, cuántas botellas
de aguardiente, cuántas mañanas sin acordarse de nada, solo del portal desde
donde había salido.
Esa mañana había
salido temprano, no le importó el trasnoche, había golpeado la puerta de don
Diego Rodríguez cuando todavía no eran las seis de la mañana. El mismo Diego
Rodríguez le abrió la puerta, lo estaba esperando; la señora María traía
rápidamente las tazas del desayuno, mientras ellos se sentaban en la mesa, el
niño José también estaba ahí en el borde de la mesa.
- Usted sabe a lo que
vengo, don Diego -. Le decía el recién llegado al dueño de casa, mientras
chupaba un poco del mate que la señora María le había pasado. - ¡Ya está todo
listo! - le dijo.
- José, tenís que acompañar a
don Enrique, con él vai a ir pa'l campo.
Se despidieron de manos
en la puerta y las dos siluetas se marcharon hacia el sur, las calles estaban
todavía desiertas, solo algunos trabajadores se veían saliendo de los portales
de sus casas.
Eso fue bien temprano,
el niño también estaba cansado a esa hora, como no lo iba a estar, si habían
caminado casi 10 kilómetros para llegar aquí, bajo el Boldo, a pocos metros de
las piedras "meonas", quien iba a pensar que el entierro iba a estar
aquí, tantos años buscándolo, y estaba aquí... al lado de unas piedras por las
que había pasado tantas veces, si no le hubiesen pasado ese papel, si no se lo
hubiera robado en aquel viaje a Santiago en la casa de Humberto Molina, el
nieto de don Emilio. En un descuido, en uno de esos asares del destino se
encontró con el mapa en uno de esos libros viejos que había en la biblioteca de
la casa, la misma que había construido don Emilio a principios de siglo, en la
calle Vicuña MacKenna.
Ahora estaban aquí, a
punto de descubrir el tesoro, ese que debería ser de Humberto, el amigo de
infancia, el cual lo trajo hasta Mulchén, casando tesoros perdidos y ahora él
lo iba a traicionar, definitivamente lo iba a traicionar, le iba a robar el
tesoro familiar, ese que había escondido su abuelo. Pero él se lo merecía se
decía una y otra vez.
- Yo me lo merezco, he
estado buscando tantos años, tantos años he gastado mi vida pedazo a pedazo por
este tesoro. Por este entierro, por un puñado de monedas, por más que un
puñado, por cientos de miles de pequeñas monedas de oro, esas que vienen
grabadas con el nombre, "Ante la ley", de esas que fueron hechas
antes de que existiera la casa de la moneda.
José lo contemplaba
desde la distancia, tendido sobre su pequeña manta, de pequeño niño llevado de
paseo a las orillas de unas piedras, de las cuales sólo sabía por las historias
que le contaba la señora María. José miraba con sus ojos negros brillados, con
su pelo castaño que ondeaba el viento, con su mente pura, libre de codicias,
con su corazón latiendo que no esperaba ver lo que vería esa noche.
III
- Como le voy a estar
mintiendo, si se lo llevaron, le digo que se lo llevaron, se lo digo, papá. Se
lo llevaron. Estábamos ahí, en medio del campo cuando aparecieron y se lo
llevaron.
Había trabajado todo el
día, estaba oscureciendo, yo estaba sentado sobre mi manta, entonces le
pregunté:
- ¿A qué hora vamos a
volver? - Él me miró con rabia, pero se calmó y me dijo:
- ¡En un rato más! - Se
paró para seguir trabajando, tomó su pala y se puso a cavar de nuevo, cavó como
por diez minutos más y ahí gritó:
- ¡Lo encontré! ¡Lo
encontré! - había tocado algo duro. ¡Es el cántaro! - me dijo, me llamó y fui a
ver lo que había encontrado, pero cuando me paré, en el mismo instante, una
nube de moscas salió desde dentro del agujero, que don Enrique había cavado,
retrocedí unos cuantos metros, y él se quedó allí, inmóvil, en medio de esa
nube de moscas, cuando hubieron desaparecido, él volvió su cabeza hacia mí y me
dijo:
- ! Aquí anduvieron
brujos mapuches!
Agachó la cabeza y
siguió cavando, yo le decía que nos viniéramos, que yo tenía miedo, que nos
podía pasar algo, y él seguía con su pala. Allí fue donde aparecieron las
culebras, eran más de cien, salieron de dentro de ese hoyo que él mismo había
hecho.
- Créanme, les digo la
verdad, a él se lo llevaron... a él se lo llevaron - les decía mientras era
conducido por la señora María a su habitación.
Leyenda por Fernanda Torres Godoy
Leyenda por Fernanda Torres Godoy
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